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  • Foto del escritorLIDIA FAR

Abrázame desordenadamente

Si miramos alrededor, vemos edificios, personas, más edificios, más personas, asfalto, más personas. Montañas y rutas en mitad de ninguna parte, con personas. Bajamos al parque un domingo y no hay huecos, vamos a la playa en agosto y tampoco. Todo ese abarrotamiento sería complicado de sostener si toda esa maraña humana se relacionase entre sí de un modo vinculante. Si veo y siento lo que le está sucediendo a quien me rodea, no puedo, soy incapaz de disfrutar de mi tiempo libre. Bastante tengo ya con lo mío.


Si atiendo a la vida de mi vecina[*] de 80 años que vive sola y es incapaz de bajar a la calle para hacer la compra o charlar con alguien. Si atiendo a la vida de mi compañero de trabajo que va a perder la casa porque se precipitó y se dejó llevar por una ilusión que le inyectaron tiempo atrás. Si atiendo a la vida de mi pareja, que ha dejado de lado su deseo de estudiar para sostener un orden familiar. Incluso si atiendo a la vida de mi hija, que me pide reiteradamente que escuche lo que tiene que decirme y la acepte tal y como es, aunque hace ya tiempo que abandonó desesperada el discurso, y ahora utiliza el reproche de forma martilleante…


¿Y si atiendo mi propia vida? Que transcurre en una rutina de sumisión en el trabajo, necesario para poder vivir, porque me concede el dinero imprescindible para cubrir mis necesidades básicas y algunos de mis deseos. Consumo tanta energía, que soy incapaz de dedicarle ya apenas nada al disfrute de esas necesidades y esos deseos. Cuando no trabajo, he de descansar para seguir trabajando, porque si voy cansada, estresada o triste, se vuelve contra mí y termino enfadándome con alguien en casa. El fin de semana es para desahogarme y para descansar, el trabajo es para ahogarme y cansar. Y no me queda vida cotidiana para disfrutar de mi gente, de mi pareja, de mi perra, de mi hija, del sexo, del silencio, de la música, de un paseo, de una conversación…


Cuando llego a mi casa por la noche, es tal la contención y la saturación, que soy incapaz de dedicar energía al placer. Solamente me apetece tumbarme en el sofá y ver la televisión, pero nada trascendente, lo más superficial posible, porque lo que realmente necesito en ese momento, es DESCONECTAR.


Todo este esfuerzo sostiene el Orden Social. Freud en 1908 alude a “La moral social cultural” por primera vez en uno de sus ensayos (La moral social cultural y la nerviosidad moderna), a partir de su observación de la dificultad que tenemo

s las personas en relacionarnos y en alcanzar la felicidad en las relaciones.

La sociedad, para sostenerse en este caos de hiperactividad y en su condición de multitudinaria, necesita de personas armonizadas en una única escala, necesita un ORDEN sexual, para que la superpoblación no degenere en Apocalipsis.

Echemos un vistazo a esta palabra: Para la RAE significa: “Fin del mundo. Situación catastrófica ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total”. Sin embargo, si nos vamos a su etimología, nos encontramos con que Apocalipsis procede del latín “apocalypsis” y a su vez del griego “αποκαλυψις” (apokkalyphis) que quiere decir “revelación, quitar el velo”.


Aprovecho esta analogía porque estamos hablando de lo mismo: si conectamos, tanto en el trabajo como al llegar a casa, los fines de semana, durante las vacaciones, en todo momento, no solamente quitamos el velo, sino que hacemos propio, sentimos dentro el dolor y el placer, lo que deseamos, lo que rechazamos, la presencia de una otra… en tanto que somos seres sociales.


Esto conllevaría tener que enfrentarnos a nuestros miedos: a decirle a la jefa que me siento tratada injustamente o que necesito una tarde libre para compartirla con mi hija, decirle a mi pareja que no estoy llevando la vida que deseo para mí y quiero que me acompañe para cambiar de camino. Conllevaría ir cansada al trabajo porque he dedicado la noche anterior a abandonarme a la persona que amo. Conllevaría no ser capaz de tragar bocado a mediodía con la televisión puesta, porque en las noticias, frente a mí, están hablando de otra mujer muerta por su pareja, de las migrantes que han perdido todo en su huida de la muerte.


Conllevaría abandonarme a mi silencio interior y vivir el presente en toda su magnitud, cada segundo de cada minuto de cada tiempo, tanto en un atareado quehacer, en un sentir incómodo, como en un placentero descanso. Tanto conmigo misma como con mi pareja, mi hija, mi vecina, mi jefe, mi profesora. Significaría comprenderme y respetarme rabiosa, radiante, triste, eufórica, descoordinada, apacible. Pero también atender, comprender y respetar a quien comparte su tiempo y su espacio conmigo en ese momento y en sus propias circunstancias.


Las personas aspiramos instintivamente al placer. La sociedad necesita que esa tendencia individual se armonice con la producción, en simbiosis con el consumo. El placer está relacionado con un cierto desorden, así que esta producción/consumo  le ha de otorgar necesariamente Orden. De este modo, la moral panóptica, como herramienta de control y defensa del Orden Social, asocia placer a la carencia de daño, desvinculándolo así del Desorden, es decir, del contacto, de la fusión, del amor, de la confianza, del tener en cuenta a la otra, del Kairós o tiempo creativo.


Hoy el placer ha pasado de ser todo esto, a convertirse casi exclusivamente en una satisfacción puntual. De modo que el sexo, un concepto tan bello y cargado de complejidad, se ha ido simplificando, a veces sutil y a veces descaradamente, hasta convertirlo en el elemento principal de contención y sostén del Orden: Si cada persona humana, como sexuada que es, se desconecta a sí misma las clavijas de la empatía, la fusión y la confianza, se desconecta inconscientemente de la complejidad de las relaciones y del sexo, si se convierte en su propia policía, el Orden es inquebrantable.


El sexo por tanto, pasa de ser el Yo conectado, la Identidad sentida y por tanto lo que nos empatiza y enlaza con el resto, a ser casi exclusivamente una nueva herramienta de desahogo no saciante, trabada con la producción/consumo, para lo cual se ha tenido que desvincular de Eros (erotismo o amor), inseparable epistemológicamente del sexo,  y genitalizarlo, llevarlo cada vez más a un lugar aislado, puntual, de satisfacción momentánea no vinculante  (al margen del modelo de relación, todas caben), que me permite desconectar de la presión de sostener el Orden, evitando entrar en eso que el sexo trae consigo si no le voy desconectando interruptores: el DESORDEN, bendito desorden!


[*] En discordancia con la fórmula y definición de la Real Academia sobre el uso del genérico masculino,  y apelando a que en 300 años de RAE sólo se han ofrecido 13 sillones a mujeres,  utilizo el sustantivo PERSONA para referir al uso genérico de los sexos. Para evitar una lectura farragosa, se omite escribir ‘persona’ en cada alusión, dando por entendido que se sobreentiende: “Las personas amigas” quedará como “las amigas”. Siéntanse incluidas por tanto mujeres, hombres y trans* en esta apelación formal, sin pretensión ninguna de discriminar ni excluir a ninguno de los sexos. Utilizo el término trans* (Lucas Platero), con asterisco, para subrayar la diversidad de las vivencias de las personas que exceden las normas sobre lo que se prescribe como propio de mujeres y hombres.

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